lunes, 13 de septiembre de 2010

Jorge Guillén. Cartas de amor inéditas. (Jorge Guillén Cartas a Germaine)


Genève, le 12 décembre [1]920. Dimanche

Me apresuro a escribirle con un placer tal que tengo que hacérselo compartir inmediatamente. Rápido, rápido, antes de que desaparezca el momento... (¡estoy tan agradecido al inventor de la pluma -que me permite entrar en comunicación con usted tan rápidamente!) Tengo el mar delante de mí. Sí. Toda la ilusión del mar, todo lo que los ojos pudieran encontrar de marino en un mar auténtico. Esta larga perspectiva de aguas agitadas y obstinadas, como un pensamiento único y enervante, este color verdoso, estas olas esculpidas en bronce, esta bruma lejana que oculta el horizonte, este conjunto que diviso a través de los amplios cristales de un balcón suspendido... sobre el abismo, el dulce abismo de un lago templado,¿no es acaso realmente el mar, el mismo mar de todas partes, -de Trégastel?-. Estoy en Versoix -a unos minutos de Ginebra- en un chalet suizo, bastante campestre, de aire rústico -sin ningún estigma de café urbano-. No hay nadie. La vieja encargada acaba de poner un mantel de cuadros rojos y blancos en una gran mesa redonda, para mí, único impar que se acoda en ella. -Tome su té ahora que está bien caliente -me dice la señora-. Está oscuro. La señora acaba de encender una lámpara -un candil de petróleo suspendido y burgués. Y lo que es sobre todo exquisito, es el rumor de las olas que me da por este tiempo frío, con el retroceso de la distancia, prolongada y agravada por la luz del crepúsculo, una impresión de Trégastel -súbitamente surgida del fondo del lago para ayudarme mejor a evocarla a usted-. Y este recuerdo de Trégastel, ese único nombre de Trégastel me enternece infinitamente. Además, tengo tiempo hoy. Es domingo, y el mundo es mío. Espere, mi pastelillo pequeñín... tengo mermelada, mantequilla y pan. Como no está usted, permítame que le prepare el té.

“(Siempre el amplio mar. / ¡Ay, ese Trégastel de fatal / Destino!)”

¿Verdad que es excelente? Acabo de comer con apetito, con la voracidad de una juventud que se respeta, y conoce sus derechos y sus deberes. Me acabo de cambiar de mesa. Heme aquí ahora en el centro de la habitación, en una mesa larga familiar, mesa redonda, digámoslo así. He vislumbrado unas frutas -tan plásticas en el fondo oscuro-. Tengo unas mandarinas que me esperan. -A falta de algo mejor, voy a regalarme con este sur en bolas.

¡Es inaudito, cómo este alto en un chalet suizo -al borde de este tierno Trégastel, ¡qué tempestuoso está ahora, oscuro y realmente inmenso!-, cómo este alto me encanta! Es que la voluptuosidad es completa -para un pobre imaginativo como yo-. (Y casi siempre, cuando un momento está logrado, realmente logrado, la palabra voluptuosidad se impone.) Para empezar, me siento a gusto interiormente, pues nada me distrae de usted. Lo que quiere decir que me siento a gusto materialmente. Es necesidad espiritual del confort: que las cosas no nos distraigan de los objetos interiores. Es precio del placer: que las cosas sean buenas conductoras del espíritu. Las cosas incómodas hacen rebotar el espíritu. Sólo el placer nos prolonga y nos aumenta. Y en este momento, las circunstancias son muy armoniosamente propicias al placer que una ausencia permite. Resultado total: la puerta está cerrada. Tengo la fórmula de mi felicidad -de la felicidad (todavía fórmula)-. ¿Un momento de felicidad es sentir que la puerta está bien cerrada? ¿Egoísmo? No. No. En principio, es sentir el universo bien completo, bien encerrado sobre sí mismo, con la perfección que nos ofrece una circunferencia: el perfecto retorno sobre sí mismo. Es sentir el mundo completo, y es sostenerlo en la mano, besarlo. Besar la boca amada es sentir la perfección geométrica de la circunferencia -es besarlo todo.

(El mar se ha oscurecido. Se percibe apenas. La noche se ha impuesto. No queda ahora más que el rumor de las olas, que rompen con golpes muy intermitentes. La noche hace precisos los sonidos. Por eso en la noche sentimos más tangible nuestra alma, “Cisterna, amarga, sonora y sombría”.) ¡Ah! Ahora, es maravilloso.No disfrutaba desde hace mucho tiempo de una soledad tan exquisita.La señora ha desaparecido. Una fuente en el fondo del chalet, gotea con una cadencia marcada por golpes secos. (-¿Agua por golpes secos? -Pues sí, señor abad.) Oh, qué ruido magnífico hace este mar tregasteliano. -Apoyado en este momento por el del tranvía que pasa a lo lejos-. Es un estrópito a lo Berlioz. -Mejor todavía-. A lo Franck, a lo Beethoven.

No más paisaje a través de los cristales. No veo en el sitio en que estaba antes Trégastel más que la lámpara reflejada, suspendida milagrosamente sobre las aguas.

Hoy es el domingo del carnaval ginebrino. Hay gente por todas partes; gente disfrazada comunica a las calles, a la atmósfera, una estupidez inmerecida. He tenido la suerte de caer en un sitio desierto -donde sólo el mar me acompaña, el de la Pointe du Raz, mejor todavía que el de Trégastel. Esta mandarina estaba exquisita -fresca, perfumada, dulce, dócil-. -La he pelado como se desnuda a una mujer-. (“Una”, por decirlo de alguna manera.) -El cigarrillo es un poco fuerte-. -Pero no lo es la cerveza-. Pues no sabiendo qué pedir, he caído en esta bebida germánica. Recuerdo ahora que había pensado en ir a Coppet, para visitar el castillo de madame de Staël -abierto hasta el 15 de diciembre con ocasión de la asamblea de la Sociedad de Naciones-, pero no hablemos de ello esta noche. Eso forma parte de los temas útiles. Y este domingo, quiero sentirme feliz, perdido en un rincón de Suiza, ignorado, con un vago encanto romántico, evocando intensamente la presencia, la sonrisa, la boca de Germaine -y reduciendo mi desventura, por el hecho de estar separado de ella-, burlándome del resto del universo, incluido yo mismo, saboreando este minuto exquisito, este té, esta mermelada, esta mandarina tan gentilmente desvestida, este rumor de olas, esta lámpara suspendida sobre el océano, esta ausencia de humanos, este goteo rítmico del agua de una fuente -para no ser demasiado egoísta, esta entrada súbita en escena de mi madre, de Mathilde, de mi padre- y además, a continuación, otra vez solo, el placer de escribir, de trazar pequeños signos negros sobre la blancura ofrecida, el placer de devanar el hilo de mi pensamiento, de mis fantasías, de mis sofismas, de mis impresiones -para mezclarlo todo y confundirlo- a fin de mejor... sentir la presencia de Germaine. Así, yo sé que mi desgracia, mi verdadera desgracia es estrictamente ésta: que a pesar de la fuerza de mi evocación, usted no está aquí, en Versoix, el 12 de diciembre del novecientos veinte, a las seis y diez de la tarde, y usted no me contesta, y yo no puedo besarla. -Ahí- pues tengo muchas ganas de besarla.

Para sentir la puerta bien cerrada, y el universo bien cerrado sobre sí mismo, con la perfección geométrica del círculo.

La beso, de todas formas -como pienso, con toda mi imaginación, y con todo mi corazón.

Muy suyo

Jorge

Fuente: EL CULTURAL.es

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