jueves, 11 de febrero de 2010

RAMON FANJUL CARTA DE CUBA

(AVENTURAS DE UN EMIGRANTE POR RAMON FANJUL)

PUBLICADA PERIODICO EL POPULAR DE CANGAS DE ONIS ASTURIAS

Antes de nada quiero pedir a mis lectores indulgencia por cualquier falta de sintaxis o concordancia que en su articulo advieran puesto que mi instrucción es muy escasa.
Soy nacido en la Estrada (barrio anexo de Corao Castillo en Cangas de Onis), hijo de humildes padres y he tenido que abandonar la escuela cuando solo tenia pocos años de edad y si mi articulo les suena a veces inconexo y mal acabado perdonen pues mi único deseo seria hacerlo tan bien que ustedes mismos olvidaran la pésima índole de su estilo y redacción.
Quiero contar la historia de mi vida en Cuba, que no deja de estar interesante, aunque mi impaciencia en el arte de escribir llegue a quitárselo.
Con muchas deudas y poco dinero Salí de la Estrada el día 16 diciembre de 1924 y desembarque en la Habana el día 1 de enero de 1925, instalándome inmediatamente en una fonda en el mulle de la Luz.
Aqu
í comienza el periodo de mi vida en Cuba, que he anunciado como interesante, y en verdad que ya me pesa; pues nada es peor para obtener buen éxito en las narraciones como despertar la curiosidad con promesas halagadoras. En fin he cometido una torpeza, y es justo que la pague; pero, empecemos.

Al siguiente día de estar en la Habana principie a visitar a mis vecinos y amigos, rogándoles me ayudaran a buscar modo de trabajar; pero todos me decían que la situación estaba muy mala, y que no era cosa fácil el conseguir lo que yo deseaba.
>, que estaba situada en las afueras del pueblo Marianao.
Dicha finca era propiedad de dos mujeres isleñas La una estaba viuda se llamaba Amelia; esta mujer tenia 25 años de edad y estaba hermosa; tenia una mejillas sonrosadas y frescas: ojos de mirada profunda, con unos picaros duendes que bailaban dentro. La otra se llamaba Crispina y tenia mucha mas edad que su hermana. Era morena, de facciones incorrectas nada bonita y poco graciosa. Le faltaba un diente de los mas principales lo que la hacia silbar las palabras de un modo nada grato. Además estaba ajada, como que ya había traspasado los limites de la juventud siendo además una mujer muy huraña que no hacia mas que refunfuñar. Para ella ninguna labor estaba bien echa, y en nada se podía complacer; era una de estas que todo lo espían y todo lo saben; nada pasaba en el contorno, aunque no estuviera bajo la jurisdicción de sus ojos inquisitivos, que ella no comentara en voz baja con las vecinas en su lenguaje libre, vivo y pintoresco. A si que las compinches la solían llamar para enterarla d las pequeñeces de las almas en pasión.
> : A las cuatro de la mañana me levantaba y ordeñaba doce vacas, y después de terminar montaba mi caballo y llevaba la leche al pueblo de Marinao. A mi regreso tenia que registrar el fondillo a ciento veinte gallinas, para saber cuantas traían huevo… Esta labor me era repugnante, y confieso que lo hacia en contra de mi voluntad el hacer esta mala acción a las indefensas gallinas. El resto del me lo pasaba trabajando mas que un negro por que la vieja Crispina no me perdía de vista ni un momento.
Algunas veces, cuando me mandaba hacer alguna labor y yo no lo podía hacer con la prontitud que ella deseaba, entonces me decía: << Cuatrocientos diablos me retuerzan el pescuezo, si he visto un hombre mas holgazán que este>> Otras veces me decía: << Buena suerte tuviste en dar con esta casa>>.
Al poco tiempo de estar allí pronto me gane las simpatías de Amelia. Era esta una mujer noble y de buenos sentimientos, y ella misma me decía que no me hiciera caso de las … majaderías de su hermana, y me daba ánimos para que no me marchara de la casa; me contó lo mucho que también ella venia sufriendo con su hermana; me dijo que habían nacido en las islas Canarias, y que siendo ella una niña habían tenido la desgracia de perder a sus padres y que desde entonces siempre había sufrido con paciencia los malos tratos de su hermana le daba; que lo único que no la podía perdonar nunca jamás era la muerte de su marido que tan feliz había sido en su compañía, porque era muy bueno y la quería mucho, pero que al año de estar casados falleció a causa de los continuos disgustos que su hermana le daba.
La vieja Crispina también era curandera, pues sabia remedios para el dolor de muelas, empachos, desmayos y otras ciertas dolencias. Un día se presentó un hombre diciéndola que padecía dolores de estomago, y mi patrona, después de examinarlo detenidamente, le dijo que tenia padrejón; comprometiéndose a curarlo en tres días mediante la cantidad de once pesos.
El buen hombre aceptó la proposición inmediatamente, y acto seguido le hizo la primera cura, que consistió en darle un fuerte masaje con aceite en la espalda y le estiro la piel bien estirada; después le volvió al revés y le hizo una cruz en el ombligo, y detrás le dio un cocimiento de comino. Al segundo día le repitió la misma operación y le dio un cocimiento compuesto de aceite, sal y vino seco. Al tercer día le preparó un cocimiento de hierbas, asegurándole que nunca mas le dolería el estomago. No había caminado el hombre unos cien pasos lejos de la casa cuando comenzó a expulsar por la boca un liquido amarillo en gran cantidad; entonces perdió el conocimiento y no se dio cuenta de nada mas hasta pasados algunos días, en que se encontró en una cama, en el hospital.
En otra ocasión se le presentó un pobre muchacho de unos veinte años de edad, con un ojo mas grande que el huevo de una gallina, a causa de un golpe que había recibido en el, y mi patrona lo primero que se le ocurrió fue ponerle unas cuantas cataplasmas en la cabeza para que le bajara pronto la inflamación; pero con tan mala suerte, que maldito el pelo que le quedo en ella, y aquel pobre hombre cuando se vio calvo y sin esperanzas de que le saliera mas el pelo, denuncio el caso a las autoridades, y el juez puso cuarenta pesos de multa a mi patrona para que no siguiera aplicando cataplasmas a la testa de ningún otro ser humano.
Un día estaba yo almorzando muy tranquilo, cuando me preguntó mi patrona: Ramón, ¿ te pago el señor Domingo?
No señora y además el señor Aldreguia me dijo que no le llevara mas leche, por que dice que tiene quien se lo de mas barato que nosotros. Mi patrona parecía ser presa de aquel instante de un acceso violento de mal humor. Yo guardaba un silencio respetuoso, y por fin, dirigiéndose a mi me dijo con tono de soberano despreciado: << Anda de ahí, no tienes ni sangre en las venas… Te dejarás quitar hasta el ultimo marchante… Hombre mas que imbécil>>, Irritada sin duda con mi resignación, repuso de nuevo mi patrona dirigiéndose imperiosamente a mi; <<¿ A quien estoy yo hablando? ¿Se puede Saber?...>>
Yo permanecía mudo.
Exasperadamente mi patrona aplico un fuerte puñetazo sobre la mesa diciéndome:<< Me parece que cuando hablo de imbécil es a usted a quien me dirijo, y podrías bien contestarme.
¡ Mal educado!
Y volviéndose hacia su hermana, que en aquel momento estaba planchando, le dijo: << ¿Qué te parece de nuestro criado, Amelia? Los mejores marchantes que tenía la casa los pierde, y a los otros no les puede cobrar…>> 
Amelia solo contesto con un planchazo aplicado a las costuras de un vestido; pero aquel planchazo tenia tal expresión de cólera, que mi patrona con ágil mano le aplico un bofetón al rostro de Amelia, diciéndole: << Yo te enseñare a censurar mi conducta, ¡ grandísima idiota! >> Y volviéndose a mi me dice: << Y tu, verraco, en cuanto termines de almorzar, vas conmigo a Marianao para enseñarte como se cobra a los que no quieren pagar>>.
Mi patrona y yo llegamos muy pronto a la calle Real, y después de haber subido cuatro pisos que conducían a la estancia de su deudor, se detuvo un momento en el descanso de la escalera con objeto de tomar aliento y poder dar libre curso a su cólera, y cuando se hubo repuesto llamo. Oyéronse unos pasos lentos y pesados, y se abrió la puerta.
-¿ No es aquí donde vive un tal Domingo? -dijo bruscamente.
- Si señora, es mi marido, y pronto debe llegar, buena mujer.
-¿ Buena mujer?... ¡ah!, buena mujer – exclamó mi patrona enfurecida. - ¡ Yo os diré ahora si soy buena mujer! .
Y diciendo esto, arrojo el paraguas al suelo y se sentó bruscamente en una silla, sin nadie mandárselo, a esperar viniera el señor Domingo.
En la habitación del señor Domingo reinaba un aspecto de pobreza orgullosa que hubiera enternecido a cualquier otra mujer que no fuera mi patrona. A la media hora de estar esperando, llego el señor Domingo. Cuando vio a mi patrona, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa. No obstante, la saludo cortésmente, y fijando en ella sus grandes ojos tristes, a la par que dulces, la dijo con voz armoniosa y suavemente acentuada:
-¿ Que me queréis señora?-
- Quiero que me paguéis veinte pesos que me debéis.
El calor de la vergüenza coloreo las mejillas del señor Domingo; un movimiento de amargura impaciencia arrugo su entrecejo; pero reprimió aquella emoción y contestó con dulzura:
Desgraciadamente no puedo pagaros aún, señora. ¿No podéis esperarme?...
- Eso es muy fácil de decir; pero yo no me contento con semejante moneda. Cuando no se tiene con qué pagar, no se come...
- Escuchadme, señora... Dentro de un mes tengo la seguridad poderos satisfacer mi deuda; os doy mi palabra de caballero. Tened tan solo la condescendencia de concederme un plazo... os lo ruego...
- Hermosa garantía, por vida mía, ¡vuestra palabra de caballero! ¿Qué queréis que haga yo con eso? .
- ¡Señora!... –exclamó el señor Domingo.- Mas conteniéndose al momento, prosiguió con voz penosa, aunque altiva.
-Señora, sois muy cruel al hablarme de ese modo... Sois una mujer, os debo dinero, pero estoy en mi casa... ¿Qué puedo responderos?... No tratéis pues, de hacer mas penosa mi situación, que os deseo no conozcáis nunca por experiencia.
-Pero no tendréis mas dinero dentro de un mes que ahora –dijo mi patrona con dureza-. Quiero dinero... o de lo contrario me llevo los muebles.
- ¿Llevarme los muebles, señora? Y con tristísima mirada mostró el señor Domingo aquella pobre estancia fría y desnuda. Mis muebles, señora, aunque los llevéis, todos no alcanzan para pagar vuestra deuda.
-Mi patrona bajo los ojos y se oprimió su corazón. Sin embargo –añadió- balbuceando y señalando a dos cuadros que estaban en la pared, dijo: ¿Y esos cuadros?
-Esos cuadros –dijo el señor Domingo, con un tono noble y grave- es lo único que me queda de mi padre y de mi madre... Señora, son sus retratos, y ven por vez primera ruborizarse a su hijo, de su pobreza...
-Bueno –dijo mi patrona-, para que sus padres no le vean ruborizarse yo me los llevaré, y hemos terminado. Y volviéndose a mi, me dijo: Coja esos cuadros, verraco, y vámonos...
Una mañana me dijo la viuda:
-¿En quién piensas, Ramón?
-Estoy pensando en usted –le dije-, porque cuanto más miro para sus ojos más me gustan, y además tengo que decirle que estoy enamorado de usted completamente.
-No puede ser –me dijo con dulzura.
-Pero, ¿Por qué, Amelia? ¿No le gusto?.. Déme alguna esperanza al menos... Piénselo, Amelia, se lo suplico...
Ella se ruborizó, volvió la cabeza y me dijo: 
-Yo he amado ardientemente un hombre que asido mi marido, y aunque ese hombre sea muerto, su recuerdo vive aún tan presente y tan querido en mi alma, que la absorbe por completo.
Estas declaraciones me hizo mucho daño, pues vi bien claro que mi amor le era indiferente; pero yo creí, al mismo tiempo, descubrir una garantía para el porvenir en aquella franqueza y no desesperé de vencer a fuerza de finezas y rendimientos aquella frialdad que me manifestaba; y me dejé seducir por las mas locas esperanzas.
Mi pasión era fuerte y verdadera. Yo amaba a Amalia con una especie de ternura respetuosa y apasionada al mismo tiempo... Desde aquel día las cosas cambiaron y Amalia y yo nos entendíamos mejor; al menos ella parecía tener mas compasión de mi, y yo me esforzaba en penetrar los pensamientos que había tras aquellos ojos que siempre me miraban con una inalterable expresión de ternura.
Una tarde la encontré muy pensativa y callada, y le dije:
-¿En qué piensas?
-En ti –me contesto,
-¿Y por que no dices algo?
-No lo se. ¿Qué quieres que diga,,,? Pero ¿me amas?
-Con toda mi alma.
Un día del mes de agosto estábamos mi patrona y yo a la sombra de dos grandes árboles que había delante de la casa; ella se ocupaba en repasar un par de medias, y yo, como es suponer, estaba adulándola para tenerla lo mas contenta posible; pero no sabiendo como arreglarme para entrar en casa con el fin de tirarle un vistazo a Amelia se me ocurrió decirle que me dolía la cabeza y que si lo permitía me iba a acostar un rato. Me contesto muy amable que si, y a los dos minutos estaba yo en la habitación de Amelia.
-¡Hola!, ¡hola! –nos dijimos-. 
Yo le pregunté si me amaba mucho y me contesto que muchísimo.
Entonces yo le dije que la adoraba con todo mi corazón, y ella repuso:
-¡No tanto como yo a ti!
Después le pase el brazo por la cintura y la estreche contra mi pecho, y cuando estaba depositando un beso en sus labios sentí a la maldita vieja, detrás de mi, que decía.
-Con que te dolía la cabeza, ¿eh?, bribón.
Y me obsequio serie de adjetivos escogidos, y antes de terminar, como yo había previsto, me dio dos bofetones en pleno rostro con toda la mano...
>, vine para la Habana y principie a buscar una colocación; pero en ese medio tiempo conocí a un madrileño llamado Avelino Gavilán. Este señor había nacido para volar, y ya de joven se le noto la inclinación por los grandes vuelos que después le dieron tanta fama y algún que otro disgusto. Alos veinte años voló desde Madrid a Santiago de Cuba voló con la señora de un señora de un empleado de correos y vino aterrizar con ella a la provincia de Matanzas, donde instalaron su primer nido de amor; pero no transcurrió mucho tiempo sin que Gavilán abandonase a la señora del empleado de correos y preparase otro vuelo, sin escalas, de Matanzas a la Habana, con una galleguita que también disponía de regulares fondos, gracias a los cuales pudo comprar una tarima de pescado en la Plaza del Vapor, que fue donde yo conocí a mi amigo Avelino Gavilán. Cuando el se entero que yo andaba buscando una colocación me aconsejo que no hiciera tal cosa pues, según el decía, vendiendo pescado por la calle me podía ganar muy cómodamente tres pesos todos los días para las diez de la mañana y sin tener que depender de nadie. Yo, loco de contento, acepte la proposición y aquella misma tarde compre una canasta que me costo peso y medio. Al día siguiente, a las seis de la mañana del día 25 de julio salía yo pregonando por las calles de la Habana: ¡Pargos a peseta; a peseta los pargos!... Mas viendo que la tarde se me echaba encima y que los compradores no acudían decidí avatar mi mercancía. ¡Pargos a quince centavos; a quince centavos los pargos!... También esta vez mis esperanzas quedaron fallidas. Y entre tanto el sol, un sol insoportable que reblandecía el asfalto de las aceras, Iba estropeando la pesca. Entonces, desesperado, resuelto de vender aun a trueque de perjudicar mis intereses, lance al aire un pregón irresistible, de comerciante que se a vuelto loco: ¡Pargos a real; hoy si que van buenos; a real los pargos, a realito van hoy!... Y continuaba corriendo calles y plazas inmundas de sol, parándome en las esquinas, mirando a los balcones cerrados y voceando siempre: ¡Pargos a real; a real los pargos!... Al cabo tuve que rendirme; tenía la cabeza ardiendo, la garganta y los pulmones destrozados de tanto gritar, las piernas doloridas, y, para colmo de desventuras, el pescado empezaba a oler muy mal; esto concluyo de oprimirme el corazón...
Furioso, Harto de tan largo como inútil trabajo, abrasado de calor, murto de fatiga y debilidad, pues eran las cinco de la tarde y en todo el día no había tomado ningún alimento, determine entrar en una fonda de la calle de Campanario a comer algo. Pero entrar yo y salir los que estaban dentro todo fue una misma cosa; algunos de los cuales vomitaron lo que habían comido y los de mas salieron como alma que lleva el diablo tapándose las narices.
Indignado el dueño de la fonda por haber entrado en su establecimiento con aquel pescado tan apestoso, y para reclamar daños y perjuicios, mando llamar a un policía, y allí mismo fui arrestado y conducido a la Estación de Policía, donde me botaron el pescado con canasta y todo. Al día siguiente fui al juzgado correccional, y el juez, doctor del Cristo, me condeno a pagar: Por no tener licencia de vendedor ambulante, cinco pesos; por vender pescado al publico en malas condiciones, diez pesos, por daños y perjuicios que le ocasione al dueño de la fonda, tres pesos. Aparte de todo ese yo pague; a mi defensor cinco pesos, mas siete idem que me que me costo el pescado y la canasta total treinta pesos. Fecha memorable será para mi el 25 de julio.
>. Al doblar la calle de Campanario me encontré con mi amigo Llerandi, y por este supe que en el kilómetro numero cuatro de la carretera de Santiago de las Vegas, había una granja, y que allí se había producido el día anterior una vacante de mucho sueldo y que yo debía solicitar.
Sin perdida de tiempo llegué a la granja; una criada me presento al dueño. Este era ingles y se llamaba Herberto Murray; en aquel momento estaba haciendo los honores a un copioso desayuno. Le salude y le dije el motivo de mi inesperada visita, Murray no me respondió enseguida, porque tenia la boca llena; pero su vientre, que era respetable, se agito rítmicamente, en tanto que una especie de cloqueo salía de su garganta. Cuando hubo engullido una tajada de jamón mas grande que la suela de una alpargata, me pregunto si estaba practico en cuestión de contabilidad; y al contestarle que si, me dijo: haré bien nombrarle inspector jefe.
El titulo me sonaba a cosa importante, y cuando me condujo a un extremo de la granja mi andar era grave y un tanto altivo.
Llegamos a un chiquero en donde se hacinaban dos docenas de cerdos grandes y mas que medianamente asquerosos. El oficio de inspector en jefe era limpiar el chiquero y asear los cerdos. También tenia que bañar una docena de perros, y además – añadió cordialmente el ingles- te nombraré superintendente del laboratorio. El laboratorio era el retrete de la casa, que también tenia que asear.
No me quedo mas remedio que aceptar el puesto, pero en aquel momento maldeci mil veces la hora en que yo salí de La Estrada.
A
l limpiar el chiquero tenia que tener cuidado de que no se me escapara ningún cerdo, para lo cual no me quedaba mas remedio que meterme junto con ellos en el estrecho espacio que ocupaban. Los asquerosos animales se frotaban contra mi constantemente, y mientras yo manejaba el cubo y el cepillo, el fango y las suciedades eran tan grandes y espesas que me llenaban los zapatos. Yo no tenia mas de dos pares de pantalones, y había que ahorrar jabón y agua, por lo que me volví mas puerco que los puercos. Y luego el laboratorio... Hasta la negra cocinera me llamaba guarro, porque olía como tal.

Al año de estar en aquella casa presente mi renuncia de inspector a Sir Herberto, y aunque no de muy buena gana, la aceptó.
Contaba ya con unos cuantos pesos ahorrados, y pensé en buscar otro trabajo que fuera mas decente, como se merece todo el que nazca en Cangas de Onis, cuna de la reconquista española.
Ahora verán mis lectores lo que me pasó.
>
Casa de empeños, no conozco ninguna –le conteste-.
¡Lo siento porque me veo obligado a empeñar el ultimo recuerdo de mi querida madre!..
¿Qué es?
Una sortija de brillantes y, así diciendo, se quita la joya del dedo, la besa y me la da...
Mientras la examino, un hombre bien vestido se acerca, se dirige a mi y me dice:
Perdone que me inmiscuya en su conversación, pero creo que tiene usted suerte; porque yo soy joyero, y no me gustaría ve que se aprovecharon de su desconocimiento. Los anillos de brillantes auténticos no se venden así en la calle.
El primero de los tipos se enfurece y exclama:
¿Usted se figura que soy yo capaz de engañar a nadie con el anillo que perteneció a mi santa madre?...
-Nada se ni me importa usted; solo quiero proteger a este joven incauto.
El joyero examinaba la sortija y dice a mi oído:
-Pregúntele cuanto quiere por ella.
Yo hago la pregunta; y recibo la siguiente contestación:
-Cuarenta pesos por lo menos.
Debe de haberla robado –vuelve a decirme el joyero- , porque es de mucho mas valor. Déle los cuarenta pesos por ella para que se la deje pronto, luego sígame a mi tienda, y yo le daré a usted cien.
Doy al hombre los cuarenta pesos por la sortija, creyéndome que hacia el gran negocio, y se marcha ala carrera.
Busco al joyero a quien había de seguir, y había desaparecido... Entonces fui a una joyería de verdad, y me dicen que la sortija no vale ¡ni diez centavos!..
Después que me dieron el timo de la sortija en el Parque Central, tome mis precauciones con el poco dinero que aun me quedaba, y lo primero que hice fue alquilar un cuarto en la calle San Pablo, en el Cerro.
Mi habitación de todo tenia menos de confortable, pues el único mueble que la adornaba era una cama colombiana, pero sin ropa ninguna; de cabecera ponía la ropa de vestir; a comer iba a las fondas de chinos, que dan la comida mas barata que los españoles, procurando siempre no gastar mas de quince centavos por comida.
Como quiera en mi cuarto no había una mala silla donde sentarme, y por allí no había ningún parque para poder hacerlo, se me ocurrió una idea feliz: a dos pasos de donde yo vivía se hallaba la iglesia del Santo Ángel, y allí entraba yo a oír misa todas las mañanas. No solamente lo hacia por devoción, que siempre demostré tener havia el Todopoderoso, sino que también me servia de pretexto para poder tomar asiento. Mas de cuatro veces el sacristán tuvo que despertarme para decirme que fuera a dormir a cualquier otra parte que fuese mas propia para dormir que allí.
En estas condiciones el tiempo pasaba y yo no conseguía trabajo. Mi estomago principio a hacer las digestiones con irregularidad; mis ropas tenían tales rasgaduras que se podían hacer en mi verdaderos estudios anatómicos: de las piernas, del tórax, del lomo y del el lugar donde la espalda pierde su honesto nombre.
El padre Francisco, que así le llamaban sus feligreses, fue quien vino a sacarme de aquella triste situación. Bien sea por compasión o por suprimir a un feligrés tampoco agradable como era yo, la cuestión es que una mañana me regalo unos patatos, unos pantalones y una camisa para que me vistiese de limpio.
Confieso que los zapatos me quedaban a la medida; pero cuando me fui a poner los pantalones, pronto note que la barriga del padre Francisco tenia gran diferencia con la mía, y para que me sirvieran tuve que hacerles un pliegue atrás, en las caderas, de cuarenta centímetros; la camisa me resulto ser la mas cómoda que en mi vida yo hubiese usado, pues tenia la doble ventaja de que me la podía poner y quitar sin desabrocharle el botón del cuello.
Al día siguiente me presente a misa hecho un caballero; como que si no es porque llevaba puesta su ropa ni el padre Francisco me hubiera reconocido.
Después que termino de decir la misa me dio una tarjeta para que fuera a trabajar a una casa de la calle de Belascoaín, donde se vendían toda clase de instrumentos de música. Aquella colocación fue la mas cómoda que yo tuve en Cuba; mi trabajo consistía en darle cuerda a un fonógrafo y cambiarle los discos para atraer el publico. Allí estaba yo encantado de la vida, pero una maldita orden del alcalde en la que se prohibía terminantemente tocar toda clase de instrumentos de música en los establecimientos públicos, vino a perturbar mi felicidad.
El dueño del establecimiento, teniendo en cuenta que yo no estaba capacitado para desempeñar ningún otro trabajo en su casa, no tubo ningún inconveniente en mandarme a dormir al parque, que es el único domicilio que hoy puedo ofrecer a todas mis amistades.

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