martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Tercera carta: Sobre los cuáqueros


Voltaire

Habéis visto ya que los cuáqueros se remontan al tiempo de Jesucristo, que según ellos fue el primer cuáquero. Según ellos, la religión fue corrompida después de su muerte y quedó en esa corrupción alrededor de mil seiscientos años; pero hubo siempre algunos cuáqueros escondidos por el mundo que tenían a su cuidado conservar el fuego sagrado, apagado en el resto de la tierra, hasta que finalmente esa luz se propagó en Inglaterra en el año 1642.
En la época en que Gran Bretaña se desgarraba por las guerras civiles emprendidas por tres o cuatro sectas en nombre de Dios, un hombre llamado Georges Fox, del condado de Leicester, hijo de un obrero sedero, emprendió su predicación de verdadero apóstol tal como él la entendía, es decir , sin saber leer ni escribir. Era un joven de veinticinco años, de costumbres irreprochables y santamente loco. Vestía de cuero de pies a cabeza e iba de pueblo en pueblo vociferan- do contra las guerras y contra los clérigos. Si hubiera predicado solamente contra las gentes de armas no hubiera tenido nada que temer; pero atacaba a las gentes de iglesia y lo metieron enseguida en la cárcel. Lo llevaron al juzgado de paz de Derby. Fox se presentó ante el juez con su gorro de cuero puesto. Un sargento le dio un golpe, diciéndole:
-Bribón, ¿no sabes que tienes que descubrirte delante del juez?
Fox, presentándole la otra mejilla, le rogó que le diera otra bofetada. Antes de interrogarlo, el juez quiso que prestara juramento.
-Amigo mío -dijo Fox-, has de saber que nunca tomo el nombre de Dios en vano.
El juez, al verse tutear por aquel hombre, ordenó que fuera llevado al hospicio de Derby y que se le azotara.
Georges Fox se dirigió al hospicio entonando alabanzas a Dios y allí fue cumplida rigurosamente la sentencia del juez. Los encargados de cumplir la sentencia se quedaron muy sorprendidos cuando Fox les rogó que, por el bien de sus almas, le propinaran algunos azotes más. Aquellos caballeros no se hicieron rogar y Fox recibió doble ración, de lo cual quedó muy agradecido. Luego les predicó. Al principio se rieron de él, luego le escucharon, y como el entusiasmo es contagioso muchos se convencieron y los que le habían azotado fueron sus primeros discípulos.
Cuando salió de la cárcel recorrió los campos acompañado de una docena de prosélitos, predicando siempre contra el clero y siendo azotado de cuando en cuando. Un día, cuando estaba en la picota, arengó al pueblo con tal entusiasmo que convirtió a una cincuentena, mientras que los demás se interesaron por él, por lo cual, mediante un gran tumulto, lo sacaron del lugar donde estaba, fueron en busca del pastor anglicano responsable de la condena y lo pusieron en la picota.
Su temeridad llegó a tal punto que convirtió a varios soldados de Cromwell, que dejaron las armas y se negaron a prestar juramento. Cromwell no quería ni oír hablar de una secta enemiga de la guerra, de la misma manera que Sixto Quinto opinaba mal de una secta «dove non se chiavava». Cromwell utilizó su poder para perseguir a los recién llegados, con los cuales llenó las prisiones. Pero las persecuciones sólo sirven para aumentar el número de prosélitos; salían de la cárcel con sus creencias robustecidas y seguidos por sus guardianes, a los que habían convertido.
Pero he aquí lo que contribuyó más a ampliar la secta. Fox se creía inspirado. Por lo tanto, se sintió obligado a hablar de una manera distinta que los otros hombres y comenzó a temblar, a contorsionárse ya hacer muecas; retenía el aliento y lo expelía luego violentamente. Ni la sacerdotisa de Delfos lo hubiera hecho mejor. Poco tiempo tardó en acostumbrarse a la inspiración y enseguida se le hizo imposible hablar de otra manera. Fue ése el primer don que comunicó a sus discípulos, los cuales imitaron de buena fe todas las muecas del maestro; cuando estaban inspirados temblaban con todas sus fuerzas. De ahí les viene el hombre de «quakers» (cuáqueros), que quiere decir temblorosos. La gente baja se divertía imitándolos. Temblaban, hablaban nasalmente, se convulsionaban y se creían inspirados por el Espíritu Santo. Como les hacía falta algunos milagros, los hicieron.
El patriarca Fox dijo a un juez de paz, delante de una gran asamblea:
-Amigo, ten cuidado. Dios te castigará muy pronto por perseguir a los santos.
Aquel juez era un borracho que bebía diariamente una cantidad excesiva de mala cerveza y de aguardiente. Dos días después murió de apoplejía, justamente tras haber firma- do la orden de prisión de algunos cuáqueros. Esta muerte repentina no fue atribuida a la intemperancia del juez, sino que todo el mundo vio en ella el resultado de las predicciones del santo varón. Este hecho hizo más cuáqueros de los que hubieren podido obtener mil sermones y otras tantas convulsiones. Cromwell, viendo aumentar su número día a día, trató de atraerlos a su partido; hizo ofrecerles dinero, pero se mostraron incorruptibles. Por cierto que Cromwell dijo en una ocasión que era la primera religión a la que no había podido convencer por dinero.
Fueron varias veces perseguidos durante el reinado de Carlos II, no por su religión, sino por negarse a pagar sus diezmos al clero, por tratar de tú a los magistrados y no querer prestar el juramento exigido por las leyes.
Por último, Robert Barclay, escocés, presentó al rey su Apología de los cuáqueros, obra tan buena como podía serlo. La epístola de dedicatoria a Carlos II no contiene bajas adulaciones, sino audaces verdades y justos consejos.
«Has gustado -le dice a Carlos al final de la epístola- de la dulzura y de la amargura, de la prosperidad y de las mayores desgracias; has sido expulsado de los países donde habías reinado; has sentido sobre ti el peso de la opresión y sabes cuán despreciable es el opresor ante Dios y ante los hombres. Si después de tantas pruebas y bendiciones tu corazón se endureciera y olvidara al Dios que te recordó en tus desgracias, tu crimen sería mayor y más dura tu condena. Por tanto, en vez de oír a los aduladores de tu corte, escucha la voz de tu conciencia, que jamás te adulará. Tu fiel amigo y súbdito.- Barclay.»
Lo curioso es que esta carta, escrita a un rey por un oscuro desconocido, dio resultado y la persecución cesó.

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