martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Novena carta: Sobre el gobierno


Voltaire

Esta combinación afortunada en el gobierno de Inglaterra, ese concierto entre los Comunes, los lores y el rey, no ha existido siempre. Durante largo tiempo, Inglaterra ha sido esclava; lo ha sido de los romanos, los sajones, los daneses, los franceses. Guillermo el Conquistador, en especial, dispuso de los bienes y de la vida de sus nuevos súbditos como un monarca oriental, gobernándola con puño de hierro. Prohibió a los ingleses, bajo pena de muerte, mantener encendido el fuego o la luz en sus casas después de las ocho de la noche; no se sabe si quería evitar las reuniones nocturnas o bien saber, mediante prohibición tan absurda, hasta dónde puede llegar el poder de un hombre sobre los demás.
Es cierto que antes y después de Guillermo el Conquistador hubo Parlamento en Inglaterra; los ingleses se vanaglorian de ello, como si esas reuniones, que entonces se llamaban parlamentos, compuestas por eclesiásticos tiránicos y bandidos llamados barones, hubieran sido guardianes de la libertad y de la felicidad popular .
Fueron los bárbaros, que desde las riberas del Báltico se expandieron por toda Europa, quienes impusieron la costumbre de esos estados o parlamentos, de los que tanto se habla pero son tan desconocidos. Es verdad que los reyes en esa época no eran déspotas, pero a pesar de ello los pueblos debían soportar un servilismo miserable. Los capitanes de los salvajes que asolaron Francia, Italia, España, Inglaterra, se transformaron en monarcas; sus lugartenientes se repartieron las tierras de los vencidos, dando así origen a los margraves, los «lairds», los barones, tiranuelos que disputaban a sus soberanos los despojos de los pueblos, aves de rapiña que luchaban con un águila para robarle la sangre a las palomas; cada pueblo tuvo cien tiranos en lugar de un amo. Enseguida intervinieron los sacerdotes. Los galos, los isleños de Inglaterra, habían sido gobernados por los druidas siempre y por los jefes de las ciudades, una clase antigua de barones, menos tiránica que sus sucesores. Los druidas decían ser los intermediarios entre la divinidad y los hombres; dictaban leyes, excomulgaban y condenaban a muerte. Poco a poco, los obispos, durante el dominio de los godos y los vándalos, se adueñaron del poder temporal, y sirviéndose de ellos, los papas, con breves apostólicos, bulas y monjes, hicieron temblar a los reyes, les arrebataron el poder, les hicieron asesinar y se apoderaron de todo el dinero que pudieron en Europa. El imbécil de Inas, uno de los tiranos de la heptarquía de Inglaterra, fue el primero que durante una peregrinación a Roma aceptó pagar el dinero de San Pedro (alrededor de un escudo de nuestra moneda) por cada casa de su territorio. Pronto toda la isla imitó el ejemplo y, poco a poco, Inglaterra se transformó en una provincia del Papa, el cual enviaba de cuando en cuando a sus legados para cobrar los exorbitantes impuestos.
Juan Sin Tierra, que había sido excomulgado por Su Santidad, concluyó por cederle el reino. Los barones, disgustados por semejante medida, destronaron al miserable rey y pusieron en su lugar a Luis VIII, padre de San Luis, rey de Francia. Pero enseguida se cansaron del recién llegado y lo obligaron a atravesar de nuevo el mar .
Mientras que los barones, los obispos, los papas desgarraban así a Inglaterra, donde todos querían mandar, la más numerosa, la más virtuosa y por consecuencia la más respetable parte de los hombres, compuesta por los que estudian las leyes y las ciencias, los artesanos, los negociantes, en suma todos los que no eran tiranos, el pueblo era mirado como un animal por debajo del hombre. Era necesario que las comunas tuvieran parte en el gobierno: eran plebeyos; su trabajo, su sangre, pertenecía a sus amos, los nobles. La mayoría de los hombres en Europa era considerada entonces lo que aún lo sigue siendo en muchos lugares de su parte septentrional: siervos de un señor, como un ganado que se compra y se vende con la tierra. Han debido de pasar muchos siglos para que se hiciera justicia a la humanidad, para que se comprobara que es terrible que la mayoría de los hombres siembre para que un reducido grupo de ellos recoja los frutos.
¿No es una felicidad para el género humano que esos pequeños bribones hayan visto extinguida su autoridad por el poder legítimo de nuestros reyes en Francia y por el poder legítimo de los reyes y el pueblo en Inglaterra?
Felizmente, las querellas entre reyes y señores feudales conmovieron a los imperios y aflojaron las cadenas que atenazaban a las naciones; la libertad nació en Inglaterra de las disputas entre los tiranos. Los barones obligaron a Juan Sin Tierra ya Enrique III a otorgar la famosa Carta, cuyo principal objeto era, en realidad, situar a los reyes bajo la dependencia de los lores, pero que favoreció al resto de la nación para que ésta, en caso de necesidad, se pusiera de parte de sus pretendidos protectores. Esta Carta Magna, considerada como el sagrado origen de las libertades inglesas, nos de- muestra que la libertad era entonces poco conocida. Su solo título demuestra que el rey se creía monarca absoluto por derecho y cedió este pretendido derecho tan sólo cuando fue obligado por los barones y el clero, más 'poderosos que él.
He aquí cómo empieza la Carta Magna: "Nos acordamos por nuestra propia voluntad, los privilegios siguientes a los arzobispos, obispos, abates, priores y barones de nuestro reino, etc.»
En los artículos de esa Carta no se menciona para nada a la Cámara de los Comunes, lo cual es prueba de que no existía aún o de que no tenía poder alguno. Se especifica a los hombres libres de Inglaterra: triste demostración de que había muchos que no lo eran. En el artículo 32 de la Carta se establece que los pretendidos hombres libres debían prestar servicios a su señor. Una libertad semejante se parece mucho a la esclavitud.
El rey dispone en el artículo 21 que sus oficiales no podrán apoderarse en adelante de los caballos y los carros de los hombres libres por la fuerza, sino que deberán pagarles su valor. El pueblo consideró que ese reglamento les dotaba de libertad únicamente porque les libraba de una tiranía mayor.
Enrique VIl, feliz usurpador y gran político, que aparentaba estimar a los barones cuando en realidad los detestaba y temía, consiguió la enajenación de sus tierras. De ese modo los plebeyos que más tarde adquirieron bienes con su trabajo, pudieron adquirir los castillos de los pares arruinados por sus locuras. Poco a poco todas las tierras cambiaron de dueño.
La Cámara de los Comunes se hizo cada vez más poderosa; con el tiempo desaparecieron las familias de los antiguos pares; y como en Inglaterra los únicos nobles son en realidad, según dice la ley, los pares, pronto hubiera desaparecido la nobleza en ese país si de cuando en cuando los reyes no hubieran creado nuevos barones y no conservaran la orden de los pares, antes tan temida, para ponerla enfrente a la de los Comunes, cuyo poder les inspiraba temores.
Todos esos pares que forman la Cámara alta reciben del rey un titulado y nada más; casi ninguno de ellos posee la tierra que lleva su nombre. El uno es duque de Dorset y no tiene una pulgada de tierra en Dorsetshire; el otro es conde de una ciudad de la que apenas sabe dónde está situada; tienen poder en el Parlamento, pero en ningún sitio más.
Aquí no se oye hablar de alta, media y baja justicia, ni del derecho a cazar en las tierras de un ciudadano, el cual ni siquiera es dueño de disparar un tiro de fusil en su propio campo.
Un hombre, por el hecho de ser noble o sacerdote, no está eximido del pago de determinadas contribuciones; todos los impuestos están reglamentados por la Cámara de los Comunes que, aun siendo la segunda por su rango, es la primera en importancia.
Los señores y los obispos pueden rechazar un proyecto de ley sobre impuestos presentado por los Comunes, pero no pueden modificarlo; tienen que recibirlo o rechazarlo sin modificaciones. Cuando los lores aceptan el proyecto y el rey lo aprueba, todo el mundo tiene que pagar. Cada cual paga no según su rango (lo cual es absurdo), sino según su renta; no existen ni tributos ni contribuciones arbitrarias, sino un verdadero impuesto sobre las tierras, que fueron evaluadas durante el reinado del famoso Guillermo III por debajo de su precio.
Las rentas de la tierra han aumentado, pero los impuestos siguen siendo los mismos; de este modo nadie se siente perjudicado ni se queja. El campesino no tiene los pies doloridos por el uso de los zuecos, come pan blanco, viste bien, aumenta su ganadería y cubre con tejas el techo de su casa, sin temor a que le aumenten los impuestos el año siguiente.
Muchos campesinos, a pesar de tener doscientos mil francos de renta, continúan cultivando la tierra que los ha enriquecido y en la que viven en libertad.

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