martes, 9 de febrero de 2010

Cartas filosóficas. Decimotercera carta: Sobre Locke


Voltaire

Con seguridad, nunca ha habido un espíritu más juicioso, más metódico, ni un lógico más exacto que Locke; sin embargo, no era un gran matemático. Nunca pudo someterse a la fatiga de los cálculos ni a la aridez de las verdades matemáticas, incapaces de dar nada sensible al espíritu; nadie como él ha demostrado que se puede tener un espíritu geométrico sin geometría. Antes de él, los grandes filósofos habían dado definiciones del alma humana, pero como lo ignoraban todo sobre el tema, es natural que sus opiniones fueran diversas.
En Grecia, cuna de las artes y de los errores, donde tan lejos llegaron la grandeza y la estupidez humanas, se razonaba sobre el alma como en nuestros tiempos.
El divino Anaxágoras, al que le fue elevado un altar por enseñar a los hombres que el Sol era mayor que el Peloponeso, que la nieve era negra y que los cielos eran de piedra, afirmaba que el alma era un espíritu aéreo, pero, sin embargo, inmortal.
Diógenes, otro que se hizo cínico después de haber sido monedero falso, aseguraba que el alma era una porción de la sustancia misma de Dios; esta idea era, por lo menos, brillante.
Epicuro creía que se componía de partes, como el cuerpo. Aristóteles, que ha sido explicado de mil maneras distintas, porque es ininteligible, creía, si creemos a algunos de sus discípulos, que el entendimiento de todos los hombres estaba formado por una única y misma sustancia.
El divino Platón, maestro del divino Aristóteles, y el divino Sócrates, maestro del divino Platón, creían que el alma era corporal y eterna. Sin duda el demonio de Sócrates le había enseñado la realidad. Hay gentes que creen que un hombre que se vanagloria de tener un genio familiar era, sin duda, un loco o un bribón, pero es que esas gentes son demasiado exigentes.
En cuanto a los Padres de la Iglesia, creyeron que el alma humana, los ángeles y Dios eran corporales.
El mundo se refina constantemente. San Bernardo, según la confesión del padre Mabilon, enseñó que después de la muerte el alma no veía a Dios en el cielo, sino que únicamente conversaba con la humanidad de Cristo. Sus palabras no fueron muy creídas porque la aventura de las Cruzadas había desacreditado sus oráculos. Más tarde, muchos escolásticos como el doctor irrefutable, el doctor sutil, el doctor angelical, el doctor seráfico, el doctor querúbico, estaban plenamente convencidos de que conocían el alma, pero hablaban de ella como si quisieran que nadie les entendiera.
Nuestro Descartes, nacido para descubrir los errores de la antigüedad y reemplazarlos por los suyos, animado por ese espíritu sistemático que ciega a los más grandes hombres, creyó haber demostrado que el alma era lo mismo que el pensamiento, como la materia era, en su opinión, lo mismo que la extensión; aseguró que el hombre piensa constantemente; que el alma llega al cuerpo poseyendo todas las nociones metafísicas, conociendo a Dios, el espacio, el infinito, teniendo todas las ideas abstractas y los más hermosos conocimientos, pero que desgraciadamente olvida todo al salir del vientre de la madre.
Malebranche, del Oratorio, con sus sublimes ilusiones no solamente admitió las ideas innatas, sino que creía que vivimos íntegramente en Dios y que Dios, por decirlo de alguna manera, era nuestra alma. Todos estos razonadores escribieron la novela del alma, hasta que llegó un sabio y modesta- mente escribió su historia. Locke ha desarrollado en el hombre la razón humana como un excelente anatomista explica los resortes del cuerpo humano. Se ayuda siempre con la antorcha de la física; algunas veces se anima a hablar definitivamente, otras también, a dudar. En vez de definir de repente lo que no conocemos, examina por gradaciones lo que queremos conocer. Toma a un niño en el momento de su nacimiento, sigue paso a paso los progresos de su entendimiento; ve lo que tiene de común con las bestias y lo que está por encima de ellas; consulta sobre todo su propio testimonio, la conciencia de su pensamiento.
«Yo dejo que los que saben más que yo -nos dice- discutan sobre si el alma existía antes o después del cuerpo. Confieso que en el reparto me tocó un alma grosera que no piensa continuamente y, por desgracia, creo que no es necesario que el alma piense continuamente, como no es necesario que el cuerpo esté continuamente en movimiento.»
Personalmente me honro en pensar que en este punto soy tan estúpido como Locke. Nadie será capaz de hacerme creer que pienso continuamente, y me resulta imposible imaginar que algunas semanas antes de ser concebido tenía un alma sabia, que sabía millares de cosas que he olvidado al nacer, que en el útero tenía conocimientos que se me han olvidado y que no he podido recordar jamás.
Después de haber descartado el concepto de ideas innatas y de haber renunciado a la vanidad de creer que el alma piensa constantemente, Locke estableció que nuestras ideas se originan en nuestros sentidos; examina nuestras ideas simples y compuestas; sigue al espíritu humano en todas sus operaciones; demuestra la imperfección de las lenguas habladas por los hombres y el abuso constante que se hace de las palabras.
Considera por último el alcance, o mejor, la nada de los conocimientos humanos. En este capítulo se atreve a decir modestamente estas palabras: «Tal vez nunca podamos saber si un ser puramente material piensa o no».
En estas sensatas palabras más de un teólogo vio la escandalosa declaración de que el alma es material y mortal.
Algunos ingleses, devotos a su manera, dieron la alarma. Los supersticiosos son en la sociedad lo que los holgazanes en el ejército: tienen y contagian terrores pánicos. Se acusó a Locke de querer modificar la religión y, sin embargo, no se trataba de religión, era una cuestión puramente filosófica, independiente de la fe y de la revelación. Había que pensar con tranquilidad si no es contradictorio decir: la materia puede pensar y Dios puede comunicar pensamientos a la materia. Los teólogos empiezan demasiado pronto a decir que Dios ha sido ultrajado cuando no se piensa como ellos. Se parecen mucho a los malos poetas que dicen que Despreaux habla mal del rey porque se burla de ellos.
El doctor Stinlingfleet se ha hecho con una reputación de teólogo moderado por no haber injuriado positivamente a Locke. Luchó contra él, pero fue vencido, porque él razonaba como un doctor y Locke como un filósofo conocedor de la fuerza y debilidad del espíritu humano, y que conocía el temple de las armas que empleaba.
Si yo me atreviera a hablar de asunto tan delicado en el estilo de Locke, diría: hace mucho tiempo que los hombres discuten sobre la naturaleza y la inmortalidad del alma humana. Es imposible demostrar la inmortalidad del alma, pues aún discutimos sobre la naturaleza y hay que conocer a fondo un ser creado para decir si es o no inmortal. Prueba de que la razón humana es incapaz de saber si el alma es inmortal es que ésta ha debido sernos revelada a través de la religión. Para el bien común, la fe nos ordena creer en la inmortalidad del alma; es todo lo que hace falta y la cuestión está decidida. No ocurre lo mismo con respecto a su esencia; a la religión le importa poco saber la sustancia de que está formada el alma con tal que sea virtuosa. Se nos ha dado un reloj, pero el relojero no nos ha dicho de qué clase de material está hecho el resorte. Yo soy cuerpo y pienso, es todo cuanto sé. ¿Por qué querer atribuir a una causa desconocida algo que tan fácilmente se puede atribuir a la única causa segunda que conozco? Todos los filósofos de la escuela argumentan: «En el cuerpo no hay más que extensión y solidez y no puede tener más que movimiento y figura. Ahora bien, movimiento y figura, extensión y solidez no pueden originar un pensamiento, por lo tanto el alma no puede ser materia».
Todo ese gran razonamiento, tantas veces repetido, se reduce solamente a lo siguiente: «No conozco la materia, in tuyo imperfectamente algunas de sus propiedades; no sé si dichas propiedades pueden unirse al pensamiento; entonces, como no sé nada, afirmo positivamente que la materia no puede pensar». Así razona la escuela. Locke diría sencillamente a estos señores: «Confesad por lo menos que sois tan ignorantes como yo; ni vuestra imaginación ni la mía pueden concebir cómo un cuerpo tiene ideas. ¿Acaso comprendéis mejor cómo una sustancia, sea como sea, puede tenerla? Si no podéis concebir ni la materia ni el espíritu, ¿cómo podéis afirmar algo?»
A su vez, el supersticioso llega y dice que, para el bien de las almas, es necesario quemar a todos los que creen que es posible pensar únicamente con la ayuda del cuerpo. Pero ¿qué opinaría si fuera él el reo de irreligiosidad? En efecto, ¿podemos asegurar, sin caer en una absurda Impiedad, que el Creador no puede darle a la materia pensamientos y sentimientos? Pensad lo y veréis en qué apuro os metéis los que limitáis así el poder del Creador. Los animales poseen los mismos órganos que nosotros, los mismos sentimientos y las mismas percepciones. Tienen memoria y combinan algunas ideas. Si Dios no puede animar a la materia y dotarla de sentimientos, es necesario admitir que, o bien los animales no son más que máquinas, o bien tienen un alma espiritual.
Creo que es innecesario demostrar que los animales no son simples máquinas. En efecto, Dios les ha dado los mismos órganos del sentimiento que a nosotros; luego si son incapaces de sentir, Dios ha hecho un trabajo inútil. Según vosotros decís, Dios no hace nada vanamente, por tanto, no puede haber fabricado tantos órganos del sentimiento si éste no debiera existir. De lo cual se deduce que los animales no son puramente máquinas.
Los animales, según vosotros, no pueden tener un alma espiritual; luego, aunque os pese, tenéis que reconocer que Dios ha dado a los órganos de los animales, que son materia, esa facultad de sentir que vosotros llamáis instinto. ¿Quién podría impedir que Dios hubiera dado a nuestros órganos más sensibles la facultad de sentir, de percibir, de pensar, que llamáis razón humana? Sea cual sea el lado a donde os volváis, debéis confesar vuestra ignorancia y el inmenso poder de Dios. No sigáis, por lo tanto, oponiéndoos a la sabia y modesta filosofía de Locke; en vez de ir en contra de la religión, si ésta lo necesitara podría servirle de ayuda. ¿Existe una filosofía más religiosa que la que afirma Única- mente lo que ve con claridad y, tras confesar su debilidad, nos dice que estamos obligados a recurrir a Dios cuando nos ponemos a examinar los primeros principios?
Por otra parte, nunca hay que temer que un sentimiento filosófico pueda dañar a la religión de un país. Los misterios, aunque son contrarios a las demostraciones, serán siempre respetados por los filósofos cristianos que saben que los objetivos de la razón y de la fe son diferentes. Los filósofos nunca formarán una secta religiosa. ¿Por qué? Porque no escriben para el pueblo y porque carecen de entusiasmo.
Dividid al género humano en veinte partes; diecinueve estarán formadas por trabajadores que no sabrán nunca que existió Locke. De los restantes, ¿cuántos hombres se dedican a la lectura? Y entre los que leen, veinte leen novelas y uno sólo estudia filosofía. El número de los que piensa es muy reducido y, además, no se preocupan de turbar al mundo.
No fueron ni Montaigne, ni Locke, ni Bayle, ni Spinoza, ni Hobbes, ni lord Shaftesbury, ni Collins, ni Toland, etcétera, los que levantaron el estandarte de la discordia en su patria. La mayor parte de las veces fueron los teólogos que, deseando ser jefes de sectas, terminaron en jefes de partido. ¿Qué digo? Todos los libros de los filósofos modernos no han hecho tanto ruido como el que hicieron antes los franciscanos con su disputa sobre la forma de sus mangas y de su capucha.

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